martes, 13 de abril de 2010

Argentina: un nombre y un destino - Carlos Daniel Lasa

Argentina: un nombre y un destino
Dr. Carlos Daniel Lasa


Resulta cierto aquello de que la palabra poética rescata la aparición de la cosa en todo el desborde de su presencia [1]. La cosa de la que aquí se trata de hacer aparecer en la demasía de su presencia es la Argentina; el poeta que la dice es Leopoldo Marechal. Él expresa:

«El nombre de tu patria viene de “argentum”
¡Mira
que al recibir un nombre se recibe un destino!
En su metal simbólico la plata
es el noble reflejo del oro principal.
Hazte de plata y espejea el oro
que se da en las alturas
y verdaderamente serás un argentino»
(Heptamerón: “La Patriótica”, 11,6).

Sobre el sentido que el poema nos provoca habrán de encaminarse las reflexiones que a continuación siguen. El poeta refiere que el nombre Argentina se halla indisolublemente unido a un destino; destino que consiste en ser reflejo de una realidad que la trasciende, y que se sitúa por encima, en las alturas: el oro. El oro es lo situado “por encima”, es decir, es aquella realidad que posee un estatuto ontológico al que no se puede acceder pero que, sin embargo, determina el sentido de aquello que está llamado a espejearlo: la plata. Para esta última, se trata de una cuestión radical: o se ordena a espejear el oro siendo fiel a aquello que es o, caso contrario, traiciona su mismísimo ser. En realidad, la vocación de la plata es la vocación de Occidente, la vocación del hombre total. Pareciera que el hombre occidental venido a América hubiese querido dejar plasmado en el nombre de Argentina la misión esencial de su cultura: espejear el oro.

Si nos retrotraemos en el tiempo, observamos que la cultura griega es una manifestación de la familiaridad existente entre el hombre y los dioses. Son las musas quienes inspiran a Hesíodo infundiéndole una voz divina para celebrar el pasado y el futuro, y encargarle de alabar con himnos la estirpe de los felices Sempiternos y cantarles siempre a ellos mismos al principio y al final [2]. El poema de Parménides narra cómo un joven es conducido por caballos y doncellas hasta una diosa que le revelará la Verdad. A propósito, Hyland comenta: «Quizá la razón más obvia por la cual tal jornada resulta extraordinaria es ésta: ella requiere la intervención y el apoyo constante de lo divino. Es una diosa la que revela la verdad al joven, no uno de los supuestos maestros de Parménides. Ahora hay varios elementos para asociar la revelación de la verdad y la búsqueda filosófica con lo divino. En primer lugar, lo que ya hemos analizado expresamente como tema de los primeros pensadores. El hombre una y otra vez se halla a sí mismo referido y orientado hacia aquello que se inclina a denominar divino»[3].

Platón no considera a los antiguos creadores de mitos sino simples transmisores. El mito es un don de los dioses a los hombres[4]. Para Platón, comenta Josef Pieper, en el «… comienzo de la historia humana está el hecho de una comunicación divina propiamente dicha dirigida al hombre»[5]. Sin dioses no hay creación. Es ésta la convicción de los creadores de todos los tiempos al reconocerse inspirados por un ser más alto. A propósito de esto Walter F. Otto anota: «Cuando Homero apela a su musa para que lo instruya, cuando Hesíodo cuenta que ha escuchado el canto de las Musas y que ha sido ungido poeta por ellas, estamos acostumbrados a no ver en ello más que la consecuencia necesaria de una fe en los dioses que a nuestros ojos carece de toda validez. Pero, si atendemos a Goethe cuando afirma muy serio que los pensamientos más sublimes no están en manos de los hombres, sino que éstos han de recibirlos con temeroso agradecimiento en su calidad de dones y de obsequios, entonces podemos considerar las confesiones de un Homero, de un Hesíodo, y de muchos otros, bajo una nueva luz. Ya creamos en Apolo y en las Musas, o no, debemos reconocer que los actos creadores de gran envergadura requieren necesariamente la conciencia viva de la presencia de un ser superior y que nuestro juicio del fenómeno que entraña dicha creación jamás podrá ser justo si no acepta este hecho»[6].

Ahora bien, estas afirmaciones precedentes nos suenan hoy a nuestros oídos un poco discordantes. Hace ya tiempo que la familiaridad con lo divino ha sido abandonada. Algunos filósofos han hablado de Dios como el exiliado de la ciudad terrena[7]. ¿Qué ha sucedido en el mundo occidental para que haya perdido la dimensión de lo sagrado, lo sublime, el Paradigma de los paradigmas, el poético oro?. ¿Qué ha sucedido, entonces, con el ser de occidente al hallarse privado de aquello que estaba llamado a espejear.? ¿Qué ha ocurrido en nuestra tierra argenta?.

Ha sido el filósofo italiano Michele Federico Sciacca quien ha acuñado el término occidentalismo. Con él quiere mentar aquella civilización que, habiendo dado las espaldas a la metafísica, se ha estructurado en pos de la conquista de los bienes materiales[8]. Cuando la inteligencia perdió el ser (con Occam), la segunda navegación platónica sucumbió y, con ello, toda posibilidad de afirmación de lo divino. La inteligencia devino ratio. De este modo el método ocupó el lugar central en toda problemática “teorética”. La preocupación metodológica del hombre moderno se orienta hacia la adquisición de una vía o varias vías que sean válidas sólo por su eficacia productiva de bienestar material, privadas de todo contenido de verdad. Esta operación no es otra que la de la sustitución de la verdad por lo útil, del ser por el hacer. Descartes y Bacon aparecen como los padres de este nuevo espíritu que hemos denominado espíritu de conquista[9]. Sin filosofía, que equivale a decir sin fundamento, hacen su epifanía las denominadas ciencias humanas las cuales, privadas de su fundamento son utilizadas práctica y empíricamente y son reducidas a los ismos radicales y disolventes. De este modo, la sociología deviene sociologismo; la psicología, psicologismo; la pedagogía, pedagogismo; etc. Todas ellas, desgajadas del fundamento, son evaluadas no en función de lo que puedan ofrecer en la búsqueda constante de la verdad sino de su eficacia operativa. La educación misma se ha organizado en función de esta lógica. En este sentido resultan molestas las voces que interrogan sobre las cuestiones esenciales.

Como podemos advertir, el conocimiento es evaluado en función del poder que otorgue al hombre sobre la naturaleza a fin de cumplir el sueño baconiano de dominarla. Dominarla con el fin de obtener los mayores beneficios para él. Así, entonces, el principio del saber y de la verdad es sustituido por el problema del método cuya finalidad es eminentemente utilitaria. Esta dialéctica aut–aut opta por lo útil en detrimento de lo verdadero. Todos los conocimientos se organizan en función de la utilidad, incluida la mismísima ciencia que termina siendo engullida por la técnica. La discusión sobre los valores (la verdad, la justicia, la virtud, etc.) es reemplazada por las cuestiones prácticas. Refiriéndose a esta realidad en el occidentalismo, Sciacca refiere que «el Occidentalismo no tiene ya nada que enseñar y exportar, sino sólo técnica y bienestar, datos, números, cálculos, robots, computers y corrupción. No puede enseñar y exportar valores morales, religiosos, estéticos, y ni siquiera políticos, sociales, jurídicos, a los cuales también ha adulterado. Los denominados países del primer mundo “preocupados” de ayudar a los países pobres, se valen de esta prédica en orden a establecer una nueva forma de colonialismo, a fin de hacer con ellos buenos negocios, ahogando las culturas de los pueblos desenraizándolos de sus tradiciones, a fin de que los “valores” del occidentalismo puedan ingresar fácilmente. Este occidentalismo, negador del principio del saber y reduciendo todo problema al del método, esto es, el medio para dominar el mundo y medio también, para construir la civitas hominis autosuficiente y fin último de los singulares y de la historia, ha terminado sustituyendo la verdad y todos los valores a los sólo prácticos, dominadores tiránicos y sustitutivos de los otros; ha sustituido el conocimiento por criterios pragmáticos con objetivos siempre más útiles, económicos»[10].

Precisamente la crisis por la que atravesamos tiene que ver con este modo de ser profundo del hombre que ha sido dominado por una lógica de la utilidad que niega deliberadamente los fueros de la verdad, del bien y de la belleza. El rechazo del oro nos ha conducido a perder nuestra mismísima razón de ser. Nuestra vocación esencial se ha desdibujado y nos hemos transformado en un pueblo sin un horizonte de comprensión. Es imprescindible, entonces, reencontrarnos con nosotros mismos a fin de visualizar con claridad nuestro horizonte y, para ello, es menester volver a reconocer el oro. El hombre, en su interioridad, sabe de sí frente a un ser que se le presenta como infinito. En el saber primero, en el saber originario, se co–implican un saber del ser y un saber de sí como distinto del ser inagotable. Allí, en el origen mismo del pensar (condición de todo actuar subsiguiente) se revela nuestra esencial creatureidad. Nos sabemos finitos, nos sabemos limitados. Y, en este sentido, no es verdadera la afirmación de Spinoza de que toda determinación es una negación (omnis determinatio est negatio) sino, por el contrario, el límite ontológico que poseemos es plena positividad ya que gracias al mismo somos lo que somos. En el conocimiento originario se nos revela nuestro estatuto ontológico, nuestra realidad de plata. Es esencial a nuestro ser el reconocimiento del Infinito ya que sin este reconocimiento no sabemos quiénes somos. En el origen de la filosofía moderna, desafortunadamente, se ha operado el acto impío de no reconocimiento del Infinito con la consiguiente pérdida de la medida de lo humano y la actual situación de nihilismo en que nos hallamos. Sucede que, cuando «el hombre pierde el Ser, el Infinito, el Misterio, el Otro, pierde a los otros y se pierde. En efecto, cuando la conciencia quiere olvidar el saber primero, esto es, el del Ser donde se revela la creatureidad es porque se ha estructurado en torno al rechazo, a la ruptura, al aislamiento, queriendo ser sin el Ser. Esta conciencia estructurada como rechazo, como ruptura, es la conciencia del des–amor, de la des–unión. Pretendiendo destruir su esencial referencia al Ser, la conciencia declara imposible toda relación amorosa con los otros. En estos términos, habiéndose constituido como ruptura, toda aceptación de unidad por parte de la conciencia equivaldría a su autodestrucción porque ella misma es auto–fundada. De este modo, el amor se diluye siendo reemplazado por el odio, por el individualismo más atroz»[11]. La Argentina está llamada a reproponer al mundo occidental aquello que éste obvió cuando sentó las bases para la aparición del occidentalismo. En el punto de partida de la filosofía cartesiana advertimos la omisión de aquello que es previo a la duda y sin lo cual ésta no puede ejercerse: el ser. En efecto, ¿cómo podría ejercerse la duda si no es sobre algo que es, consecuentemente, previo a la duda?. La Argentina para recuperar su auténtico sentido y ayudar al mundo occidental a ser fiel a sus auténticas raíces, debe comenzar a vivir un tiempo en el cual, inserta dentro de la gran tradición metafísico–cristiana, sea capaz de dar a luz una auténtica cultura integral formadora de un hombre integral. Sólo una cultura integral, constituida a partir de una dialéctica et–et, será capaz de forjar un hombre completo, armónico, pleno, en el cual todos los valores se hallen presentes: religiosos, metafísicos, éticos, estéticos, técnicos, etc. Para ello, el hombre habrá de reconocer, en el mismísimo punto de partida de su recorrido existencial, la Medida como condición de posibilidad para conocer su medida. Ésta es la vocación profunda de todo hombre y, muy particularmente del hombre argentino, de aquel hombre cuyo noble ser de plata consiste en espejear al brillante y luminoso oro.




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Notas:
[1] Entretiens Avec Frederic de Towarnicki, Presses Universitaires de France, 1984. Traducción al castellano a cargo de Juan Luis Delmont, con el título de Jean Beaufret. Al encuentro de Heidegger. Conversaciones con Frederic de Towarnicki, Caracas, Monte Ávila Latinoamericana, 1993, 2ª edición, p. 33.
[2] Cf. Hesíodo, Teogonía, v. 31. Texte établi et traduit par Paul Mazon. Paris, Les Belles Lettres, 1951.
[3] Drew A. Hyland, The Origins of Philosophy, Its Rise in Myth and the Pre–Socratics, New York,G.P. Putnam’s Sons, 1973. Trad. al castellano a cargo de Jorge L. García Venturini, con el título de Los orígenes de la filosofía en el mito y los presocráticos, Bs. As., Librería el Ateneo, 1975, p. 126. Lo destacado nos corresponde.
[4] Filebo, 16 c 5.
[5] Josef Pieper, Uber die platonischen Mythen, München, Kösel–Verlag, 1965. Trad. al castellano a cargo de Claudio Gancho, con el título de Sobre los mitos platónicos, Barcelona, Editorial Herder, 1998, 2ª edición, p. 74.
[6] Walter F. Otto, Dionisos. Mitos und Kultus, Vittorio Klostermann GMBH Frankfurt am Main, 1960. Trad. al castellano a cargo de Cristina García Ohlrich, con el título de Dionisio. Mito y culto, Madrid, Ediciones Siruela, 1997, pp. 26–27.
[7] Cf. Tomaso Bugossi, «Dios exiliado de la ciudad terrena en Michele Federico Sciacca», en Actas del Primer Simposio Internacional de Filosofía, “Perspectivas de la Filosofía Contemporánea”, Villa María (Cba.), ET–ET Convivio Filosófico Ediciones, 16, 17 y 18 de octubre de 1996, pp. 107–119.
[8] Michele Federico Sciacca, L’oscuramento dell’intelligenza, Milano, Marzorati, 1972, terza edizione riveduta, p. 91–125.
[9] Cf. Carlos Daniel Lasa, «Los derroteros de dos tiempos: la razón fundante y la razón fundada», en Retorno Crítico a los orígenes de la modernidad. En Contrastes, Suplementos 2, Málaga, 1997, p. 118.
[10] Michele Federico Sciacca, L’oscuramento dell’intelligenza, op. cit., p. 111.
[11] Carlos Daniel Lasa, «Los derroteros de dos tiempos: la razón fundante y la razón fundada», art. cit., pp. 123–124.






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